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Imagen de una clase de Chicago (EE. UU.) subida a la plataforma Unsplash por el usuario Taylor Wilcox |
Septiembre, mes de propósitos, metas, y cambios. Septiembre, mes en el que, según la Ley de Educación, los niños y niñas de 1°, 2° y 3° de la ESO de toda España podrían empezar a aprender por competencias.
Este método, no tan nuevo como parece, ya ha comenzado a aplicarse en algunos institutos del país con la esperanza de suplir, así, las posibles carencias que hayan tenido los alumnos que cursan, ahora, 1° de la ESO, a raíz de la pandemia.
¿La ventaja? Permite al profesorado impartir más de una asignatura a la vez. Es decir, si una hipotética profesora de biología, está enseñando a su alumnado a clasificar minerales podría aprovecharlos, además, para que aprendieran a calcular ángulos.
Todo esto parece muy bonito, sí. La idea de que los pequeños aprendan aplicando sus conocimientos a la vida real es algo que, años atrás, no podía concebirse más que en la mente de algunos soñadores en forma de utopía.
El problema viene, sin embargo, cuando los colegios comienzan a plantearse que, si no se va a entrar en conocimientos muy específicos, hecho que, por cierto, también puede preocupar a padres y docentes, ¿por qué han de contratar a un licenciado en Historia, Filosofía o Matemáticas?
Y si los profesores con estudios concretos comienzan a ser substituidos, carreras como las mencionadas en el párrafo anterior tendrán, cada vez, menos salida, algo que, además de influir en la decisión de quienes piensan estudiarlas, podría derivar en un aumento del paro a nivel estatal. Los cambios están bien, sí, pero, ¿a ese precio?
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